viernes, 12 de noviembre de 2010

Se verá, tercera parte.



¡Fuck, mierda  que me quedé  duro sin tomar nada! Totalmente sorprendido y sin saber que decir. En poco tiempo tenia que resolver, dentro de una situación perra, dentro de toda una desventaja, como gastar los pocos movimientos que te otorgan, o que les podes robar mejor dicho. Porque estos milicos son muy hijos de puta, encima si corres con esa semejante desventaja  pueden gastarte y  hasta darte una buena paliza. Inmediatamente resolví  lo mejor, y eso fue quedarme callado. Dejar que ellos pregunten, que crean que tienen el control de la tensión psicológica, eso era lo mejor. Están en una situación de completa dominación y por eso se creen con un nivel superlativo de denominación sobre las mentes ajenas. Te pueden, en esa situación, psicopatear como quieran. Eso si,  cuando la tortilla se les da vuelta, cuando sos vos quien los carga, te dan, por lo menos, un buen bastonazo en las piernas. Una vez, de pibe, estuve cazando palomas en una casa quinta (ajena, claro) con un rifle de aire comprimido. Era una quinta llena de arboles de frutas, tenía plantas de mandarinas, naranjas, ciruelas y las preferidas de casi toda la barra: nísperos. También tenía una pileta grande, de esas plásticas azules que van enterradas. El agua siempre estaba sucia. Junto a las ramas, hojas y botellas plásticas  no faltaba el vago que orinara y vomitara dentro de la pileta para formar un coctel pestilente y repulsivo. No faltaba quien se animara a probar el agua, sobre gustos... Con toda tranquilidad y como pancho por su casa, me paseaba y me detenía dentro del terreno para comer una fruta y probar puntería. En esa recorrida trato de abrir una puerta de un pequeño cuarto que estaba entre los arboles. Por lo visto, hice tal barullo que llamé  la buchona atención de un vecino. Cuando alzo la cabeza y miro hacia su casa lo veo husmeando por la ventana. Me había visto y yo a él. Era hora de irse. Supuse que llamaría a la policía, que haría la denuncia. Así fue. Cuando salto la pared de la casa y estando ya alejado una cuadra de la casa quinta  aparece un patrullero sacando chispas del barro. Como no escondí el rifle y era el único que estaba en la calle, vinieron directo a mí. Una escena verdaderamente televisiva. Frenando el patrullero casi a mis pies se bajan dos policías gritando que suelte el arma, mientras ellos me apuntaban que con las suyas que eran mucho más grandes y peligrosas. El milico que me increpa de cerca se  llamaba “palomifero.” Gritos más,  gritos menos palomifero me preguntó que hacia dentro de la quinta. Le explique sobre las palomas.
-¿Qué tipos de palomas intentabas cazar? me preguntó.
 - Con ese apellido tendrías que saber que quiero cazar palomas de las que   vuelan, le respondí.
 El muy malhumorado me subió al patrullero a los empujones tratandome como una bolsa de papas y quiso dejarme detenido en un calabozo. Como yo era menor de edad un superior se lo impidió. En ese tiempo no se permitía, ahora se permiten cualquier abuso. Me dejaron esperando en un pasillo, cerca de otros presos.  Los polis iban y venían y cada uno de ellos me obviaba al pasar. Como me colgaron ahí  no tarde en chamuyar con unos de los que estaban adentro.
-          ¿Pibe que haces acá, qué macana te mandaste? me preguntó un preso.
-          Nada, me trajeron por culpa de un viejo. Estaba dentro de una quinta cazando palomas y un viejo hizo la denuncia.
-          ¿cómo te llamas?
-          Me dicen leasho. ¿Y vos?
-          Diego. ¿Che, por casualidad no tenes un pucho?
-          No. No fumo. ¿y vos que hiciste? ¿Por qué estas acá?
-          Me imaginaba. Yo por culpa de un boludo estoy acá. No hice nada malo, no  tengas miedo. Pero no importa eso. Quedate tranquilo que en un rato te dejan ir.
-          ¿Si? nadie me dijo nada todavía.
-           No tengas miedo ni te preocupes. A lo mejor te hacen firmar un libro sabes. Ellos necesitan justificar algunas cosas y ciertos movimientos. Vos pensás que si no levantan a  nadie sería muy raro y ellos quedan como unos boludos que no sirven. Por eso te trajeron, tienen que justificar algunos movimientos y presupuestos.  Sabes… cuando yo era  un  poco más grande que vos también me metía en quilombos parecidos, algunos divertidos y otros no tanto. Vivía un poco lejos de acá,  en Lanús. ¿Conoces? Seguro que no, sos chico todavía. En Monte Chingolo solíamos jugar en una tosquera que estaba pegada al regimiento “viejo bueno.” Esos si que de buenos no tenían nada. Creo que el pozo era parte de Quilmes, otra localidad. Ahí, en esa zona, en un radio de 3 cuadras podes pasar por 5 localidades diferentes y de distintos partidos.  Vivía en frente de una fábrica de cerámicas. La fábrica fue motivo de muchas macanas, vos ahí te hubieses divertido de lo lindo, juegos de la imaginación que transportaba a otras cosas, era una visión un poco futurista y sobre todo pesimista con todas esas maquinarias, camiones y tractores. Siempre para mi todo es ruido y traqueteo de máquinas connotaba destrucción. La fabrica tenía un tamaño gigante y desde afuera se podía ver las grandes palas de los tractores levantando arcilla de grandes montañas mientras rugían esos  motores que con el solo ruido te ahuyentaban. La fábrica estaba rodeada de unos zanjones poblados de cañas y totoras. Eran tiempos de totoras y cañas en las zanjas, de vivir trepados a altas paredes para arrancar quinotos de las ramas que sobresalían de los terrenos interiores de algunas casas. Bueno, cuando el dueño de la casa era generoso solo las pedíamos, al resto se las quitábamos. Como estábamos en situaciones muy precarias usábamos gomeras para cazar pajaritos. No había rifles de aire comprimidos ni por asomo. Eran totalmente artesanales. Podiamos dedicar un día completo sólo en busca de una orqueta armoniosa y lo más perfecta posible. Con una buena orqueta, una lengua de zapatilla y goma de suero tenías un arma impecable. Los embases de leche atados con una soga  eran unos perfectos  morrales para llevar piedras que íbamos recogiendo por el camino. En esas zanjas también solíamos pescar ranas y algunas anguilas que luego de  espolvorearlas en harina iban derecho al sartén. Pero cuando queríamos más terrenos, cuando la fabrica aburría y deseábamos un campo llano, grande y fuera del alcance de las viejas íbamos hacia la tosquera. No era un simple paseo y caminata aburrida. Porque el gran pozo estaba pegado al regimiento. El mismo regimiento que tiempo más atrás habían querido  copar los montoneros y  según los vecinos que vivieron ese sucedo de cerca fue un gran quilombo.  Tipos armados, muertos y escondidos por toda la zona. Pero seguro no sabe un carajo de eso, no sé para que te lo cuento. Era una zona prohibida aún en nuestra época. En ese entonces había unos vigilantes que montaban unos caballos. Supongo que era para intimarte más de la cuenta y poder agarrarte en poco tiempo cuando decidían correrte. Eran más bravos que estos policías de cuarta. Algunos pibes del barrio aseguraban y afirmaban  por propia experiencia que si te agarraban los vigilantes te daban unos  latigazos en plena carrera, al pasar cerca tuyo te daban un buen regalo para que te lleves de recuerdo. Otro de los vigilantes era más generoso porque te daba la posibilidad de elegir, elegir entre unos latigazos en la espalda o en todo caso, simplemente aplaudir unos cardos de grandes pinches. También te metían dentro del regimiento hasta que tu viejo te localice. Para llegar a la tosquera teníamos que cruzar zanjas bastante anchas. Se necesitaba ir al otro lado de la calle. Como era chico y corto de  piernas al saltar siempre metía el ultimo pie dentro del agua podrida, que bronca me daba che… no podía superar esa distancia salvo varios días después donde una sequía podía secar un poco esas zanjas. Si me habrá retado mi vieja por meter “la pata” en el barro, por ensuciar las zapatillas así boludamente. Del otro lado y como dando la bienvenida nos esperaba un gran Ombú. De trocos  grandes y ramas muy anchas. Podíamos estar todos arriba en el árbol sin que faltara lugar. No sé si ese ombú también tenía una entrada secreta al terror como el otro, pero no es imposible imaginarlo. Una madre paraguaya aseguró que uno de sus hijos fue atacado en el ambú por unos enanos, después de eso nadie iba solo. Algunas veces solo nos manteníamos pegados a esos zanjones porque íbamos por algunas arañas para realizar un campeonato de luchas arácnidas. En esos terrenos sobraban los  agujeros en la tierra. Algunos escondidos entre los arbustos, otros a simple vista. Podían ser de sapos y en algunos otros era asombros ver como hoyos tan pequeños ocultaban arañas tan grandes y de tantos colores diferentes. Esos bichos eran nuestro fin. Llenábamos los cuevitas de las arañas con mucha agua hasta que las arañas salieran o asomaran sus patas. Luego con una pajita o una pequeña ramita las provocábamos y para que terminaran de salir. Solíamos juntarlas de muchos tipos, colores y tamaños. Hasta la hora del combate las conservábamos en unos frascos de vidrios con agujeros en las tapas para que puedan respirar. En un ring de tierra y palos precariamente construidos por alguno de nosotros eran depositadas y ahí las gladiadoras combatían a muerte rodeadas de un griterío. Asombroso ver como algunas muy pequeñas destrozaban a otras mucho más grandes. Una de esas tantas quedó en la memoria de unos cuantos. Negra, muy negra de color. Como resultó una campeona impecable gozó de la simpatía de todos nosotros por ser muy pequeña. Se ganó la libertad por ser una gran luchadora. Se marcho como ninguna otra lo lograba, viva. Las otras arañas que sobrevivían o no eran utilizadas  en cambote se las llevábamos a un curandero que sin ropa de la cintura hacia arriba, dejando su cotidiana camisa de lado, se colocaba las arañas por el cuerpo, menudo personaje del barrio. La tosquera tenía una profundidad de cien metros por lo menos. Para bajar había que correr, lentamente era mucho más peligrosos, no había que pensar demasiado: era como cerrar los ojos para darle un beso a una novia fea. Ya vas a saber lo que eso de la novia, lo importante es sentir, eso da placer… ojos que no ven, ojos que no sienten. El descenso era en plena carrera por un angosto camino. Si alguno le erraba al camino caía en piquada hacia el agua, seguro era historia. Obviamente ninguno de animaba a bajar. Esos intentos los hicimos unos cuantos años después y fue cuando dejaron la zona sin guardias. El pozo escondía dos lagunas. Una grande en las que algunos solían pescan y  la otra servía de pileta. En medio de la más grande había una pequeña isla. Se llama la cabeza del indio porque allí se levantaba  túmulo que tenia el rostro de un indio. Era una herida, un grito de denuncia que nacía de las raíces, algunos decían que de noche gritaba. En la más pequeña, un día en que yo camina por ahí junto con mi primo murió una pibe. Nadando. Lo chupó el barro. Fue impotencia ver como su novia gritaba  y pedía con gritos de llantos que alguien lo saque mientras una gorra giraba en círculos por toda el agua. todavía puedo ver nítidamente como su gorra flotó por toda la laguna.

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